Por Carlos Duguech
El 16 de julio de 1945, en el desierto de Nevada, EE.UU., se hacía la primera explosión atómica de la historia, culminación del secreto mejor guardado por el gobierno estadounidense. La euforia de los científicos y técnicos encabezados por Robert Oppenheimer fue incontenible. Alemania ya se había rendido. Hasta la Organización de Naciones Unidas, fundada en la Carta de San Francisco el 26 de junio, daba la guerra como hecho concluido: "[...] que por dos veces durante nuestra vida ha infligido a la humanidad sufrimientos indecibles [...]". Para los países vencedores, fundadores de la ONU, la guerra había terminado, y lo expresaron así en el texto fundacional del organismo. Japón tenía la derrota total a la vista. Sin embargo, se instaló la idea de que las bombas sobre las ciudades de Hiroshima y Nagasaki se habían lanzado para evitar la muerte de un millón de combatientes, aserción tan mentirosa como la que se pretendió instalar en los tiempos anteriores a la agresión contra Irak, cuando se adujo la existencia de armas de destrucción masiva. La primera víctima de la guerra siempre es la verdad. Los Estados Unidos necesitaban probar sobre un blanco determinado (una ciudad abierta, no bombardeada antes). Sólo se conocía el efecto de un ensayo de laboratorio y no se podía perder la oportunidad de probarla en un acto de guerra "legítimo". En ese contexto, planificada ya la invasión a Kiushu con armas convencionales para el 1º de noviembre de 1945, nace la Declaración de Potsdam, que convoca a la rendición incondicional de Japón. Shigenori Togo, ministro de Relaciones Exteriores, recibe de Hirohito la orden de requerir gestiones de la URSS -neutral en el frente bélico del Pacífico- que permitieran pactar una rendición. Truman dio la orden de lanzamiento sin esperar la respuesta japonesa a su intimación, con condiciones que se sabían inaceptables: debía preservarse la intangibilidad del emperador. A Hiroshima, Nagasaki, Kokura y Niigata se las apartó del plan de bombardeo incendiario que oleadas de aviones desgranaban sobre suelo japonés. Estaban reservadas para la "prueba de campo" ya decidida. Si sólo una bomba era suficiente para intimidar (¡y cómo!), ¿por qué se lanzaron dos bombas atómicas, el 6 y el 9 de agosto, hace 63 años? La respuesta es que se necesitaba conocer el efecto de cada bomba: la de uranio en Hiroshima y la de plutonio en Nagasaki. Es hora ya de poner en claro que el verdadero sentido de esa tragedia: completar el tramo faltante del proyecto Manhattan.
El autor es analista de Política Internacional en Radio Universidad de Tucumán.
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