Luis Arce Catacora*
En la década de los 60 los Países Bajos experimentaron un sorpresivo crecimiento en sus ingresos gracias al descubrimiento de ricos yacimientos gasíferos. Sorpresivamente, este auge provocó un descalabro que se tradujo en inflación y en la pérdida de la competitividad de sus exportaciones. En los 70, los países petroleros se contagiaron y, 10 años después, el síndrome llegó a Colombia con sabor a café.
Este fenómeno, que ingresó a la teoría económica con el rótulo de “enfermedad holandesa”, se refiere a los efectos negativos que vive una economía por una prosperidad repentina originada en el aumento transitorio del precio o la producción de una materia prima.
Con la rapidez que los caracteriza, varios analistas y opinadores económicos concluyeron en que Bolivia padece del mal, alimentado así la espiral de expectativas que el pasado julio fue responsable del 50% del aumento de precios.
Sin embargo y para tranquilidad de los bolivianos, ese diagnóstico pasó por alto los síntomas inequívocos de la enfermedad. Primero, la apreciación real y no la nominal (la que figura en las pizarras de los bancos) del tipo de cambio es la que vale para el análisis pues considera la variación de las monedas de los países con los que se tiene relación comercial y, segundo, la economía afectada vive una drástica migración de capitales y recursos humanos hacia las actividades económicas en bonanza.
Los medios de contagio tampoco corresponden al síndrome holandés pues no existe una reasignación de recursos productivos y no hay un aumento desmedido del gasto interno. Si así fuese, inversores, empresarios y trabajadores hubieran abandonado sus emprendimientos para dedicarse a la minería e hidrocarburos, y el sector público registraría un déficit fiscal.
Un análisis objetivo de la apreciación del tipo de cambio ratifica que el dictamen de los analistas está errado. Aunque en los dos últimos años la política de gobierno permitió que el boliviano se aprecie en términos nominales, se depreció en términos reales. Los datos del Banco Central muestran que entre el 2003 y el 2007 se experimentó la depreciación real de la moneda nacional respecto a la de los principales socios comerciales, en especial Brasil (95,4%) y Colombia (61,5%). Esto significa que la competitividad cambiaria, la que interesa a los exportadores, mejoró pues sus productos son más baratos en esos mercados.
Es más, desde enero del 2003 la tendencia del tipo de cambio real (TCR) es a la depreciación y hoy se encuentra en los niveles más altos desde 1990 cuando el índice del TCR no llegaba a 90 puntos: el pasado mes el indicador superó los 113 puntos, dejando atrás los 106 registrados en julio de 1995.
Con relación al segundo síntoma, un estudio reciente del Fondo Monetario Internacional afirma que es improbable una reasignación drástica de factores productivos desde un sector como el manufacturero —intensivo en mano de obra— a otro tan especializado como el petrolero —intensivo en capital—, por ejemplo.
Si bien existe una subida en el gasto del sector público, dice el FMI, también hay un aumento sustancial en la recaudación tributaria (11,2% entre junio del 2006 y 2007), lo que permite reducir las presiones sobre el gasto interno. La revisión de las cifras no deja lugar a dudas: el ahorro en el sector público no financiero se tradujo en un superávit fiscal de 4,6% del PIB el 2006 y de 3% en el primer semestre del año.
Una vez más queda claro que la economía nacional marcha por el camino correcto pero, lo más importante, que los bolivianos no podemos dejarnos llevar por evaluaciones imprecisas y superficiales que intentan socavar la certidumbre sobre un patrimonio nacional como la estabilidad macroeconómica.
Este fenómeno, que ingresó a la teoría económica con el rótulo de “enfermedad holandesa”, se refiere a los efectos negativos que vive una economía por una prosperidad repentina originada en el aumento transitorio del precio o la producción de una materia prima.
Con la rapidez que los caracteriza, varios analistas y opinadores económicos concluyeron en que Bolivia padece del mal, alimentado así la espiral de expectativas que el pasado julio fue responsable del 50% del aumento de precios.
Sin embargo y para tranquilidad de los bolivianos, ese diagnóstico pasó por alto los síntomas inequívocos de la enfermedad. Primero, la apreciación real y no la nominal (la que figura en las pizarras de los bancos) del tipo de cambio es la que vale para el análisis pues considera la variación de las monedas de los países con los que se tiene relación comercial y, segundo, la economía afectada vive una drástica migración de capitales y recursos humanos hacia las actividades económicas en bonanza.
Los medios de contagio tampoco corresponden al síndrome holandés pues no existe una reasignación de recursos productivos y no hay un aumento desmedido del gasto interno. Si así fuese, inversores, empresarios y trabajadores hubieran abandonado sus emprendimientos para dedicarse a la minería e hidrocarburos, y el sector público registraría un déficit fiscal.
Un análisis objetivo de la apreciación del tipo de cambio ratifica que el dictamen de los analistas está errado. Aunque en los dos últimos años la política de gobierno permitió que el boliviano se aprecie en términos nominales, se depreció en términos reales. Los datos del Banco Central muestran que entre el 2003 y el 2007 se experimentó la depreciación real de la moneda nacional respecto a la de los principales socios comerciales, en especial Brasil (95,4%) y Colombia (61,5%). Esto significa que la competitividad cambiaria, la que interesa a los exportadores, mejoró pues sus productos son más baratos en esos mercados.
Es más, desde enero del 2003 la tendencia del tipo de cambio real (TCR) es a la depreciación y hoy se encuentra en los niveles más altos desde 1990 cuando el índice del TCR no llegaba a 90 puntos: el pasado mes el indicador superó los 113 puntos, dejando atrás los 106 registrados en julio de 1995.
Con relación al segundo síntoma, un estudio reciente del Fondo Monetario Internacional afirma que es improbable una reasignación drástica de factores productivos desde un sector como el manufacturero —intensivo en mano de obra— a otro tan especializado como el petrolero —intensivo en capital—, por ejemplo.
Si bien existe una subida en el gasto del sector público, dice el FMI, también hay un aumento sustancial en la recaudación tributaria (11,2% entre junio del 2006 y 2007), lo que permite reducir las presiones sobre el gasto interno. La revisión de las cifras no deja lugar a dudas: el ahorro en el sector público no financiero se tradujo en un superávit fiscal de 4,6% del PIB el 2006 y de 3% en el primer semestre del año.
Una vez más queda claro que la economía nacional marcha por el camino correcto pero, lo más importante, que los bolivianos no podemos dejarnos llevar por evaluaciones imprecisas y superficiales que intentan socavar la certidumbre sobre un patrimonio nacional como la estabilidad macroeconómica.
*Luis Arce Catacoraes ministro de Hacienda.
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